Mención de honor en el concurso: Historias en yo mayor.
Por: José Vicente Rubio
Corría el año de 1957; yo era el más pequeño de 9 hermanos y 4 de
ellos eran hombres y me llevaban varios
años. El mayor, que se llamaba Hernando, había leído y estudiado revistas de
mecánica popular desde los 7 años y ya sabía muchas cosas sobre electricidad.
Una de las cosas que se le ocurrió cualquier día, mientras desarmaba
un radio inmenso de tubos que producían una chispa interna, fue que nos
pegáramos de uno de los botones de encendido para “disfrutar” de los efectos de
la corriente eléctrica.
Escuchándolo, por esos días también me obsesionaba la corriente
eléctrica y por sus historias me imaginaba una cantidad de electrones,
corriendo en fila india y transportando la voz de los locutores de la radio.
Esto me había ayudado a superar la idea
que tenía alguna gente de que esos señores - casi todos eran hombres- estaban
por ahí escondidos detrás del radio o dentro de él; al fin y al cabo el radio
era inmenso.
Un día Hernando me propuso que convenciera a todos mis hermanos de
tomarse de las manos mientras uno agarraba la saliente metálica que quedaba
expuesta al quitarle el botón plástico al encendido del radio.
Yo estaba emocionado y me fui a contárselo a todos con tal seriedad
que los convencí y a las 7 de la noche,
después de rezar el rosario y antes de la novela radial: “Kadir el árabe” - que
escuchábamos todos observando el radio como si
estuviéramos viendo lo que ocurría- comenzamos lo que para mí fue una de
las experiencias más importantes de la niñez.
Hernando terminó de rearmar con maestría el radio que había
desbaratado en pedacitos y allí estaba frente a mí esa saliente metálica color
plateado, brillante, de unos dos centímetros, semiesférica por un lado y plana
por otro con el fin de que el botón encajara perfectamente y diera vueltas al volumen.
Yo me imaginaba que todos los electrones estaban en fila, listos
para salir disparados apenas se encendiera el radio. Lo que no me explicaba era
cómo al no tener el botón protector que hacía la veces de tapón, si no había
algo que los recogiera, los electrones se derramarían sin ningún orden por toda
la casa, y como eran tantos - miles de millones según me había dicho Hernando-
llenarían la casa y después se irían por las calles inundando el Pueblo; pero
él me dio una sabia explicación: los electrones pasarían a través de nuestras
manos y nuestro cuerpo y el último de nosotros, al tocar una de las paredes los
llevaría a tierra y la tierra los absorbería.
Cuando íbamos a comenzar a mi hermana Alba se le ocurrió una
excelente idea:
-¡Que el primero de la fila sea José, al fin y al cabo el fue el que
nos convenció a todos!
Y ante mi asombro y preocupación Hernando, que era para ese entonces
la voz del orden, ¡confirmó la sentencia!
Yo quedé estupefacto, pues una cosa era imaginarse la situación y
otra muy distinta hacer parte de ella y de manera tan directa.
Me resistí, inventé cuantas disculpas pude, pero nada sirvió para
echar para atrás esa decisión.
Ante la posibilidad de que se frustrara semejante experimento que
según mi hermano se había hecho pocas veces en la historia, me tocó, con la resignación de cordero
llevado al matadero, asumir semejante peligro.
¿Y si el experimento fallaba y mi cuerpo no resistía la descarga?
Si había pocas experiencias al respecto quería decir que la cosa no
era segura; entonces: ¿existía la
posibilidad de que yo quedara achicharrado de inmediato antes de que la descarga pasara a mis
hermanos?
Me entraron unas ganas inmensas de gritar: MAMAAA, MAMAAA, pero la curiosidad y el afán por la ciencia
pudieron más que mi temor y me planté de primero, con los ojos cerrados frente
al inmenso aparato.
Hernando dijo que como yo iba a estar de primero el se haría de
segundo para respaldarme y de allí en adelante estarían en fila el resto de mis
hermanos, de mayor a menor.
Me agarré del borne como si fuera lo último que iba a hacer en la
vida, encomendándome a Dios y a todos los santos y ofreciendo eso como
expiación por todos los pecados veniales, que según el cura en la preparación
de mi primera comunión, eran los únicos que yo a mi corta edad podía cometer;
entonces comenzó un cosquilleo que todos
sentimos con cierto gusto y que nos produjo risa, pero de pronto sentimos un
tirón violento que nos levantaba del piso y nos golpeaba contra él como si
fuéramos un lazo batido por dos lados y cuando todos intentamos soltarnos
comprendimos que era en vano porque la intensa corriente parecía devorarnos.
Entonces Hernando usó toda su fuerza de
marinero y logró desprenderse de mi mano para desenchufar el aparato. Cuando
nos levantamos del piso en el que todos habíamos caído como hormigas, nos dimos
cuenta de que el accidente había ocurrido porque a mi hermano Gerardo se le
había ocurrido traer un vaso con agua y meter un dedo en él, en el momento en
que la corriente estaba pasando a través de nosotros. Hernando estuvo a punto
de pegarle, porque según él, el agua al final de la cadena había incrementado
el voltaje en un nivel que se tornaba peligroso, aún para nuestras vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario