Remontándonos en el tiempo, ha habido épocas calientes similares a la que creemos que está a punto de llegar ahora. La más reciente fue hace cincuenta y cinco millones de años, al principio del período geológico conocido como Eoceno, pero aunque las circunstancias iniciales se parezcan a las que se dan hoy en la Tierra, hay dos diferencias capitales: el sol es ahora un 0,5 por ciento más potente de lo que lo era hace cincuenta y cinco millones de años, lo que equivale a un aumento de temperatura global de aproximadamente 0,5 °C; y hemos cambiado más o menos la mitad de la superficie de la Tierra.
Cuando la presión es demasiado fuerte,
sea hacia el calor o hacia el frío, la Tierra, igual que haría un camello,
adopta un nuevo estado estable que le resulte más fácil de mantener. Ahora está
a punto de realizar uno de esos cambios.
El sistema Tierra ha desarrollado
varios mecanismos de aire acondicionado. La vegetación que crece sobre la
tierra y la que flota en el mar utilizan dióxido de carbono que toman del aire,
con lo que reducen la presencia de ese gas y su efecto invernadero.
Otro mecanismo es la producción
por parte de algunos organismos marinos de gases que, al oxidarse en el aire,
crean minúsculas partículas conocidas como núcleos de condensación, sin las
cuales el agua no se condensaría en el aire formando las pequeñas gotas que
componen las nubes. Y sin nubes, la Tierra sería mucho más cálida.
El período en el que nos
encontramos en estos momentos está acercando a la Tierra a un punto de crisis.
El sol es más cálido de lo deseable, pero en general el sistema ha podido
mantener bajo el nivel de dióxido de carbono y producir suficiente hielo y nubes
blancas reflectantes como para mantener la Tierra fría y maximizar la ocupación
de sus nichos.
Lo inusual de la crisis venidera
es que nosotros somos su causa; nada tan drástico había pasado desde el largo
período cálido de principios del Eoceno y el siglo xix, lo cual duró doscientos
mil años.
Hoy sabemos que la Tierra, en
efecto, se autorregula, pero debido al tiempo que llevó recopilar los datos
necesarios para demostrarlo, hemos descubierto demasiado tarde que esa
regulación está fallando y que el sistema de la Tierra avanza rápidamente hacia
un estado crítico que pondrá en peligro la vida que alberga.
Visto a largo plazo y a escala
global, es obvio que nuestra constante adición a la atmósfera de dióxido de
carbono, que pronto doblará su presencia, desestabiliza peligrosamente a un sistema
Tierra al que ya le costaba mucho mantener la temperatura deseada. Al liberar
gases de efecto invernadero en el aire y reemplazar los ecosistemas naturales,
como los bosques, por cultivos y granjas, estamos golpeando doblemente a la
Tierra.
Por un lado, interferimos con la
regulación de la temperatura aumentando el calor y por otro lado la privamos de
los sistemas naturales que le permiten enfriarse.
Estamos peligrosamente cerca del umbral
a partir del cual se desencadena el cambio adverso; un cambio que, hablando en
términos humanos, es irreversible. La Tierra no se incendia, pero se vuelve lo
bastante cálida como para fundir la mayor parte del hielo de Groenlandia y
también del hielo de la Antártida Occidental. Ello añadirá a los océanos tanta
agua que el nivel del mar subirá catorce metros. Es impresionante pensar que la
mayoría de los actuales grandes núcleos de población quedarán por debajo del
nivel del mar en lo que, en términos geológicos, apenas es un instante en la
vida de la Tierra.
Si la temperatura global asciende
más de 2,7 °C, el glaciar de Groenlandia se desestabilizara y no dejará de
derretirse hasta que en su mayor parte se haya fundido, incluso aunque luego
las temperaturas volvieran a descender por debajo del punto de inflexión.
Un aumento global de la
temperatura de 4 °C bastaría para desestabilizar las selvas tropicales y
provocar que, igual que el hielo de Groenlandia, desaparezcan y sean
reemplazadas por matorrales o desiertos. Si es así, la Tierra perderá otro de
sus mecanismos de enfriamiento y se acelerará todavía más el ascenso de la
temperatura.
Nos acercamos a uno de esos
puntos de inflexión, y nuestro destino es parecido al de los pasajeros de un
pequeño yate que navegan tranquilamente junto a las cataratas del Niágara sin
saber que los motores están a punto de fallar.
Las pocas cosas que sabemos sobre
la respuesta de la Tierra a nuestra presencia son profundamente perturbadoras.
Aunque dejáramos de inmediato de tomar tierras y agua de Gaia para producir
comida y combustible y no contamináramos más el aire, la Tierra tardaría más de
mil años en recuperarse del daño que ya le hemos causado, y puede que ni ese
drástico paso bastara para salvarnos.
Como civilización, somos como un
toxicómano, que morirá si sigue consumiendo su droga, pero también morirá si la
deja de golpe. Nuestra inteligencia y creatividad nos han metido en este
atolladero.
El calor extra, venga de la
fuente que venga, tanto si procede de los gases propiciadores del efecto
invernadero, de la desaparición del hielo ártico y los cambios en el océano o
de !a destrucción de las selvas tropicales, se amplifica y sus consecuencias se
multiplican. Es como si hubiéramos encendido un fuego para mantenernos
calientes y le siguiéramos echando leña sin darnos cuenta de que se ha
extendido a los muebles y está fuera de control. Cuando eso sucede, hay muy
pocas posibilidades de apagarlo antes de que consuma la casa entera. El
calentamiento global, igual que un fuego, está acelerándose y casi no nos queda
tiempo para reaccionar.
Si no nos concentramos en el peligro
real, que es el calentamiento global, puede que muramos mucho antes, como les
sucedió a los treinta mil infortunados que fallecieron en Europa durante la ola
de calor del verano de 2003.
A través de nuestra rutina
diaria, casi todos estamos participando en la demolición de Gaia. Es una labor
a la que dedicamos todas las horas del día, cuando vamos en coche al trabajo, a
visitar a unos amigos o a comprar, o cuando volamos a algún destino lejano para
pasar allí nuestras vacaciones. Contribuimos a esa demolición al mantener
nuestros hogares y centros de trabajo fríos en verano y calientes en invierno.
La suma total de toda la
contaminación que hemos emitido ha añadido ya medio billón de toneladas de
carbono a la atmósfera, (Datos del 2005),
lo bastante como para empezar a cambiar el mundo de forma tan completa que
apenas un puñado de nuestros descendientes vivirá para verlo.
Si seguimos así, pensando de
forma egoísta sólo en el bienestar de los humanos e ignorando el de Gaia,
habremos causado nuestra casi total extinción y al destruir hábitat naturales
para ganar tierras de cultivo estamos causando una extinción comparable a la
asociada a la desaparición de los dinosaurios hace sesenta y cinco millones de
años.
A pesar de todas estas amenazas,
seguimos destruyendo y parece que sólo nos preocupe el ínfimo, casi imaginario,
riesgo de cáncer que generan los teléfonos móviles, las líneas de alta tensión,
los residuos de pesticidas en la comida o la propia luz solar. En realidad, nos
preocupamos por el mosquito y nos tragamos el camello.
Quizá en lo más profundo de
nuestro corazón conocemos la magnitud del peligro y por ello preferimos
enfrentarnos a estos riegos menores imaginarios antes que encarar las
inevitables consecuencias de la destrucción.
Nos preocupamos tanto por el
destino del árbol raro de turno —especialmente si éste produce una sustancia
que quizá podría curar el cáncer— y por lo que será de los animales y pájaros raros
y bonitos que esas pocas piezas de museo no nos dejan ver el bosque. Pero la
respuesta automática de Gaia a los cambios adversos surge a partir de los
cambios que se producen en el ecosistema del bosque como un todo, no por la
presencia o desaparición de especies poco habituales. Los nichos que crean las extinciones
no permanecen vacíos. Como buena arrendataria, Gaia consigue rápidamente nuevos
inquilinos.
Ya estamos cultivando más de lo
que la Tierra puede permitirse, y si tratamos de cultivar el planeta entero
para alimentarnos, aunque sea con granjas orgánicas, seríamos como los
marineros que queman los maderos y jarcias de su barco para no pasar frío. Los ecosistemas
naturales de la Tierra no existen para que nosotros los convirtamos en tierras
de cultivo, sino para mantener el clima y la química del planeta.
Como los Norns de El anillo de
los Nibelungos de Wagner, hemos llegado al fin de nuestra soga, y la cuerda,
cuyo trenzado marca nuestro destino, está a punto de romperse. Gaia, la Tierra
viva, es vieja y no tan fuerte como hace dos mil millones de años. Se esfuerza
por mantener el planeta lo bastante frío para sus millares de formas de vidas
contra el implacable aumento del calor del sol. Pero para hacer su tarea
todavía más difícil, una de esas formas de vida, los humanos, unos respondones animales
tribales con sueños de conquista incluso de otros planetas, han tratado de
utilizarla en su único y exclusivo beneficio. Con una insolencia pasmosa, han
tomado los depósitos de carbono que Gaia había enterrado para que la atmósfera mantuviera
un nivel de oxígeno adecuado y los han quemado. Al hacerlo, han usurpado la
autoridad de Gaia y le han impedido que cumpla con su función de mantener el
planeta en estado adecuado para la vida.
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