31 de diciembre de 2011

La Tierra en crisis

El presente documento es una selección de textos de el libro: La venganza de la Tierra, de james Lovelock, realizada por JV Rubio,.  jvrubio@hotmail.com   www.jvrubio.blogspot.com

 Todo comenzó hace cien mil años, cuando prendimos fuego a los bosques porque nos resultaba más cómodo para cazar. En ese momento dejamos de ser un animal más e iniciamos la demolición de la Tierra.

Remontándonos en el tiempo, ha habido épocas calientes similares a la que creemos que está a punto de llegar ahora. La más reciente fue hace cincuenta y cinco millones de años, al principio del período geológico conocido como Eoceno, pero aunque las circunstancias iniciales se parezcan a las que se dan hoy en la Tierra, hay dos diferencias capitales: el sol es ahora un 0,5 por ciento más potente de lo que lo era hace cincuenta y cinco millones de años, lo que equivale a un aumento de temperatura global de aproximadamente 0,5 °C; y hemos cambiado más o menos la mitad de la superficie de la Tierra.

Cuando la presión es demasiado fuerte, sea hacia el calor o hacia el frío, la Tierra, igual que haría un camello, adopta un nuevo estado estable que le resulte más fácil de mantener. Ahora está a punto de realizar uno de esos cambios.

El sistema Tierra ha desarrollado varios mecanismos de aire acondicionado. La vegetación que crece sobre la tierra y la que flota en el mar utilizan dióxido de carbono que toman del aire, con lo que reducen la presencia de ese gas y su efecto invernadero.
Otro mecanismo es la producción por parte de algunos organismos marinos de gases que, al oxidarse en el aire, crean minúsculas partículas conocidas como núcleos de condensación, sin las cuales el agua no se condensaría en el aire formando las pequeñas gotas que componen las nubes. Y sin nubes, la Tierra sería mucho más cálida.

El período en el que nos encontramos en estos momentos está acercando a la Tierra a un punto de crisis. El sol es más cálido de lo deseable, pero en general el sistema ha podido mantener bajo el nivel de dióxido de carbono y producir suficiente hielo y nubes blancas reflectantes como para mantener la Tierra fría y maximizar la ocupación de sus nichos.

Lo inusual de la crisis venidera es que nosotros somos su causa; nada tan drástico había pasado desde el largo período cálido de principios del Eoceno y el siglo xix, lo cual duró doscientos mil años.

Hoy sabemos que la Tierra, en efecto, se autorregula, pero debido al tiempo que llevó recopilar los datos necesarios para demostrarlo, hemos descubierto demasiado tarde que esa regulación está fallando y que el sistema de la Tierra avanza rápidamente hacia un estado crítico que pondrá en peligro la vida que alberga.

Visto a largo plazo y a escala global, es obvio que nuestra constante adición a la atmósfera de dióxido de carbono, que pronto doblará su presencia, desestabiliza peligrosamente a un sistema Tierra al que ya le costaba mucho mantener la temperatura deseada. Al liberar gases de efecto invernadero en el aire y reemplazar los ecosistemas naturales, como los bosques, por cultivos y granjas, estamos golpeando doblemente a la Tierra.

Por un lado, interferimos con la regulación de la temperatura aumentando el calor y por otro lado la privamos de los sistemas naturales que le permiten enfriarse.

Estamos peligrosamente cerca del umbral a partir del cual se desencadena el cambio adverso; un cambio que, hablando en términos humanos, es irreversible. La Tierra no se incendia, pero se vuelve lo bastante cálida como para fundir la mayor parte del hielo de Groenlandia y también del hielo de la Antártida Occidental. Ello añadirá a los océanos tanta agua que el nivel del mar subirá catorce metros. Es impresionante pensar que la mayoría de los actuales grandes núcleos de población quedarán por debajo del nivel del mar en lo que, en términos geológicos, apenas es un instante en la vida de la Tierra.

Si la temperatura global asciende más de 2,7 °C, el glaciar de Groenlandia se desestabilizara y no dejará de derretirse hasta que en su mayor parte se haya fundido, incluso aunque luego las temperaturas volvieran a descender por debajo del punto de inflexión.

Un aumento global de la temperatura de 4 °C bastaría para desestabilizar las selvas tropicales y provocar que, igual que el hielo de Groenlandia, desaparezcan y sean reemplazadas por matorrales o desiertos. Si es así, la Tierra perderá otro de sus mecanismos de enfriamiento y se acelerará todavía más el ascenso de la temperatura.

Nos acercamos a uno de esos puntos de inflexión, y nuestro destino es parecido al de los pasajeros de un pequeño yate que navegan tranquilamente junto a las cataratas del Niágara sin saber que los motores están a punto de fallar.

Las pocas cosas que sabemos sobre la respuesta de la Tierra a nuestra presencia son profundamente perturbadoras. Aunque dejáramos de inmediato de tomar tierras y agua de Gaia para producir comida y combustible y no contamináramos más el aire, la Tierra tardaría más de mil años en recuperarse del daño que ya le hemos causado, y puede que ni ese drástico paso bastara para salvarnos.

Como civilización, somos como un toxicómano, que morirá si sigue consumiendo su droga, pero también morirá si la deja de golpe. Nuestra inteligencia y creatividad nos han metido en este atolladero.

El calor extra, venga de la fuente que venga, tanto si procede de los gases propiciadores del efecto invernadero, de la desaparición del hielo ártico y los cambios en el océano o de !a destrucción de las selvas tropicales, se amplifica y sus consecuencias se multiplican. Es como si hubiéramos encendido un fuego para mantenernos calientes y le siguiéramos echando leña sin darnos cuenta de que se ha extendido a los muebles y está fuera de control. Cuando eso sucede, hay muy pocas posibilidades de apagarlo antes de que consuma la casa entera. El calentamiento global, igual que un fuego, está acelerándose y casi no nos queda tiempo para reaccionar.

Si no nos concentramos en el peligro real, que es el calentamiento global, puede que muramos mucho antes, como les sucedió a los treinta mil infortunados que fallecieron en Europa durante la ola de calor del verano de 2003.

A través de nuestra rutina diaria, casi todos estamos participando en la demolición de Gaia. Es una labor a la que dedicamos todas las horas del día, cuando vamos en coche al trabajo, a visitar a unos amigos o a comprar, o cuando volamos a algún destino lejano para pasar allí nuestras vacaciones. Contribuimos a esa demolición al mantener nuestros hogares y centros de trabajo fríos en verano y calientes en invierno.

La suma total de toda la contaminación que hemos emitido ha añadido ya medio billón de toneladas de carbono a la atmósfera, (Datos del 2005), lo bastante como para empezar a cambiar el mundo de forma tan completa que apenas un puñado de nuestros descendientes vivirá para verlo.

Si seguimos así, pensando de forma egoísta sólo en el bienestar de los humanos e ignorando el de Gaia, habremos causado nuestra casi total extinción y al destruir hábitat naturales para ganar tierras de cultivo estamos causando una extinción comparable a la asociada a la desaparición de los dinosaurios hace sesenta y cinco millones de años.

A pesar de todas estas amenazas, seguimos destruyendo y parece que sólo nos preocupe el ínfimo, casi imaginario, riesgo de cáncer que generan los teléfonos móviles, las líneas de alta tensión, los residuos de pesticidas en la comida o la propia luz solar. En realidad, nos preocupamos por el mosquito y nos tragamos el camello.

Quizá en lo más profundo de nuestro corazón conocemos la magnitud del peligro y por ello preferimos enfrentarnos a estos riegos menores imaginarios antes que encarar las inevitables consecuencias de la destrucción.

Nos preocupamos tanto por el destino del árbol raro de turno —especialmente si éste produce una sustancia que quizá podría curar el cáncer— y por lo que será de los animales y pájaros raros y bonitos que esas pocas piezas de museo no nos dejan ver el bosque. Pero la respuesta automática de Gaia a los cambios adversos surge a partir de los cambios que se producen en el ecosistema del bosque como un todo, no por la presencia o desaparición de especies poco habituales. Los nichos que crean las extinciones no permanecen vacíos. Como buena arrendataria, Gaia consigue rápidamente nuevos inquilinos.

Ya estamos cultivando más de lo que la Tierra puede permitirse, y si tratamos de cultivar el planeta entero para alimentarnos, aunque sea con granjas orgánicas, seríamos como los marineros que queman los maderos y jarcias de su barco para no pasar frío. Los ecosistemas naturales de la Tierra no existen para que nosotros los convirtamos en tierras de cultivo, sino para mantener el clima y la química del planeta.

Como los Norns de El anillo de los Nibelungos de Wagner, hemos llegado al fin de nuestra soga, y la cuerda, cuyo trenzado marca nuestro destino, está a punto de romperse. Gaia, la Tierra viva, es vieja y no tan fuerte como hace dos mil millones de años. Se esfuerza por mantener el planeta lo bastante frío para sus millares de formas de vidas contra el implacable aumento del calor del sol. Pero para hacer su tarea todavía más difícil, una de esas formas de vida, los humanos, unos respondones animales tribales con sueños de conquista incluso de otros planetas, han tratado de utilizarla en su único y exclusivo beneficio. Con una insolencia pasmosa, han tomado los depósitos de carbono que Gaia había enterrado para que la atmósfera mantuviera un nivel de oxígeno adecuado y los han quemado. Al hacerlo, han usurpado la autoridad de Gaia y le han impedido que cumpla con su función de mantener el planeta en estado adecuado para la vida. 

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