El diálogo estimulador del pensamiento que
Morin propone a todos los que, ya sea desde la cátedra o los ámbitos más
diversos de la práctica social, desde las ciencias duras o blandas, desde el
campo de la literatura o la religión, se interesen en desarrollar un método
complejo de pensar la experiencia humana, recuperando el asombro ante el
milagro doble del conocimiento y del misterio, que asoma detrás de toda
filosofía, de toda ciencia, de toda religión, y que aúna a la empresa humana en
su aventura abierta hacia el descubrimiento de nosotros mismos, nuestros
límites y nuestras posibilidades.
Vivimos un momento en el que cada vez más
y, hasta cierto punto, gracias a estudiosos como Edgar Morin, entendemos que el
estudio de cualquier aspecto de la experiencia humana ha de ser, por necesidad,
multifacético. En que vemos cada vez más que la mente humana, si bien no existe
sin cerebro, tampoco existe sin tradiciones familiares, sociales, genéricas,
étnicas, raciales, que sólo hay mentes encarnadas en cuerpos y culturas, y que
el mundo físico es siempre el mundo entendido por seres biológicos y
culturales. Al mismo tiempo, cuanto más entendemos todo ello, más se nos
propone reducir nuestra experiencia a sectores limitados del saber y más
sucumbimos a la tentación del pensamiento reduccionista, cuando no a una
seudocomplejidad de los discursos entendida como neutralidad ética.
Cuando nos asomamos a entender el mundo
físico, biológico, cultural en el que nos encontramos, es a nosotros mismos a
quienes descubrimos y es con nosotros mismos con quienes contamos. El mundo se
moverá en una dirección ética, sólo si queremos ir en esa dirección. Es nuestra
responsabilidad y nuestro destino el que está en juego. El pensamiento complejo
es una aventura, pero también un desafío.
Introducción
Legítimamente, le pedimos al pensamiento
que disipe las brumas y las oscuridades, que ponga orden y claridad en lo real,
que revele las leyes que lo gobiernan. El término complejidad no puede más que
expresar nuestra turbación, nuestra confusión, nuestra incapacidad para definir
de manera simple, para nombrar de manera clara, para poner orden en nuestras
ideas.
Al mismo tiempo, el conocimiento científico
fue concebido durante mucho tiempo, y aún lo es a menudo, como teniendo por
misión la de disipar la aparente complejidad de los fenómenos, a fin de revelar
el orden simple al que obedecen.
Pero si los modos simplificadores del
conocimiento mutilan, más de lo que expresan, aquellas realidades o fenómenos
de lo que intentan dar cuenta, si se hace evidente que producen más ceguera que
elucidación, surge entonces un problema: ¿cómo encarar a la complejidad de un
modo no-simplificador? De todos modos este problema no puede imponerse de
inmediato. Debe probar su legitimidad, porque la palabra complejidad no tiene tras
de sí una herencia noble, ya sea filosófica, científica, o epistemológica.
Por el contrario, sufre una pesada tara
semántica, porque lleva en su seno confusión, incertidumbre, desorden. Su
definición primera no puede aportar ninguna claridad: es complejo aquello que
no puede resumirse en una palabra maestra, aquello que no puede retrotraerse a
una ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple. Dicho de otro modo,
lo complejo no puede resumirse en el término complejidad, retrotraerse a una ley
de complejidad, reducirse a la idea de complejidad. La complejidad no sería
algo definible de manera simple para tomar el lugar de la simplicidad. La
complejidad es una palabra problema y no una palabra solución.
La necesidad del pensamiento complejo no sabrá
ser justificada en un prólogo. Tal necesidad no puede más que imponerse
progresivamente a lo largo de un camino en el cual aparecerán, ante todo, los
límites, las insuficiencias y las carencias del pensamiento simplificante, es
decir, las condiciones en las cuales no podemos eludir el desafío de lo
complejo. Será necesario, entonces, preguntarse si hay complejidades diferentes
y si se puede ligar a esas complejidades en un complejo de complejidades. Será
necesario, finalmente, ver si hay un modo de pensar, o un método, capaz de
estar a la altura del desafío de la complejidad. No se trata de retomar la
ambición del pensamiento simple de controlar y dominar lo real. Se trata de
ejercitarse en un pensamiento capaz de tratar, de dialogar, de negociar, con lo
real.
Habrá que disipar dos ilusiones que alejan
a los espíritus del problema del pensamiento complejo.
La primera es crear que la complejidad
conduce a la eliminación de la simplicidad. Por cierto que la complejidad
aparece allí donde el pensamiento simplificador falla, pero integra en sí misma
todo aquello que pone orden, claridad, distinción, precisión en el
conocimiento. Mientras que el pensamiento simplificador desintregra la
complejidad de lo real, el pensamiento complejo integra lo más posible los
modos simplificadores de pensar, pero rechaza las consecuencias mutilantes,
reduccionistas, unidimensionales y finalmente cegadoras de una simplificación
que se toma por reflejo de aquello que hubiere de real en la realidad.
La segunda ilusión es la de confundir
complejidad con completud. Ciertamente, la ambición del pensamiento complejo es
rendir cuenta de las articulaciones entre dominios disciplinarios quebrados por
el pensamiento disgregador (uno de los principales aspectos del pensamiento
simplificador); éste aísla lo que separa, y oculta todo lo que religa,
interactúa interfiere. En este sentido el pensamiento complejo aspira al
conocimiento multidimensional. Pero sabe, desde el comienzo, que el
conocimiento complejo es imposible: uno de los axiomas de la complejidad es la
imposibilidad, incluso teórica, de una omniciencia. Hace suya la frase de
Adorno «la totalidad es la no-verdad». Implica el reconocimiento de un
principio de incompletud y de incertidumbre. Pero implica también, por
principio, el reconocimiento de los lazos entre las entidades que nuestro
pensamiento debe necesariamente distinguir, pero no aislar, entre sí. Pascal
había planteado, correctamente, que todas las cosas son «causadas y causantes,
ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y que todas (subsisten) por un
lazo natural a insensible que liga a las más alejadas y a las más diferentes».
Así es que el pensamiento complejo está animado por una tensión permanente
entre la aspiración a un saber no parcelado, no dividido, no reduccionista, y
el reconocimiento de lo inacabado e incompleto de todo conocimiento.
Esa tensión ha animado toda mi vida.
Nunca pude, a lo largo de toda mi vida,
resignarme al saber parcelarizado, nunca pude aislar un objeto del estudio de
su contexto, de sus antecedentes, de su devenir. He aspirado siempre a un
pensamiento multidimensional. Nunca he podido eliminar la contradicción
interior. Siempre he sentido que las verdades profundas, antagonistas las unas
de las otras, eran para mí complementarias, sin dejar de ser antagonistas.
Nunca he querido reducir a la fuerza la incertidumbre y la ambigüedad.
Desde mis primeros libros he afrontado a la
complejidad, que se transformó en el denominador común de tantos trabajos
diversos que a muchos le parecieron dispersos. Pero la palabra complejidad no
venía a mi mente, hizo falta que lo hiciera, a fines de los años 1960,
vehiculizada por la Teoría de la Información, la Cibernética, la Teoría de
Sistemas, el concepto de auto-organización, para que emergiera bajo mi pluma o,
mejor dicho, en mi máquina de escribir. Se liberó entonces de su sentido banal
(complicación, confusión), para reunir en sí orden, desorden y organización y,
en el seno de la organización, lo uno y lo diverso; esas nociones han trabajado
las unas con las otras, de manera a la vez complementaria y antagonista; se han
puesto en interacción y en constelación. El concepto de complejidad se ha
formado, agrandado, extendido sus ramificaciones, pasado de la periferia al
centro de mi meta, devino un macro-concepto, lugar crucial de interrogantes,
ligado en sí mismo, de allí en más, al nudo gordiano del problema de las
relaciones entre lo empírico, lo lógico, y lo racional. Ese proceso coincide
con la gestación de El Método, que comienza en 1970; la organización compleja,
y hasta hiper-compleja, está claramente en el corazón organizador de mi libro
El Paradigma Perdido (1973). El problema lógico de la complejidad es objeto de
un artículo publicado en 1974 (Más alla de la complicación, la complejidad, incluido
en la primera edición de Ciencia con Conciencia). El Método es y será, de
hecho, el método de la complejidad.
Este libro, constituido por una colección
de textos diversos, es una introducción a la problemática de la complejidad. Si
la complejidad no es la clave del mundo, sino un desafío a afrontar, el
pensamiento complejo no es aquél que evita o suprime el desafío, sino aquél que
ayuda a revelarlo e incluso, tal vez, a superarlo.
La necesidad del pensamiento complejo
¿Qué es la complejidad? A primera vista la
complejidad es un tejido (complexus: lo que está tejido en conjunto) de
constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados: presenta la paradoja de
lo uno y lo múltiple. Al mirar con más atención, la complejidad es,
efectivamente, el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones,
determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico. Así es que
la complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo
inextrincable, del desorden, la ambigüedad, la incertidumbre... De allí la
necesidad, para el conocimiento, de poner orden en los fenómenos rechazando el
desorden, de descartar lo incierto, es decir, de seleccionar los elementos de
orden y de certidumbre, de quitar ambigüedad, clarificar, distinguir,
jerarquizar... Pero tales operaciones, necesarias para la inteligibilidad,
corren el riesgo de producir ceguera si eliminan los otros caracteres de lo
complejo; y, efectivamente, como ya lo he indicado, nos han vuelto ciegos.
Pero la complejidad ha vuelto a las
ciencias por la misma vía por la que se había ido. El desarrollo mismo de la
ciencia física, que se ocupaba de revelar el Orden impecable del mundo, su
determinismo absoluto y perfecto, su obediencia a una Ley única y su
constitución de una materia simple primigenia (el átomo), se ha abierto
finalmente a la complejidad de lo real. Se ha descubierto en el universo físico
un principio hemorrágico de degradación y de desorden (segundo principio de la
Termodinámica); luego, en el supuesto lugar de la simplicidad física y lógica,
se ha descubierto la extrema complejidad microfísica; la partícula no es un
ladrillo primario, sino una frontera sobre la complejidad tal vez inconcebible;
el cosmos no es una máquina perfecta, sino un proceso en vías de desintegración
y, al mismo tiempo, de organización.
Finalmente, se hizo evidente que la vida no
es una sustancia, sino un fenómeno de auto-eco-organización extraordinariamente
complejo que produce la autonomía. Desde entonces es evidente que los fenómenos
antropo-sociales no podrían obedecer a principios de inteligibilidad menos
complejos que aquellos requeridos para los fenómenos naturales. Nos hizo falta
afrontar la complejidad antropo-social en vez de disolverla u ocultarla.
La dificultad del pensamiento complejo es
que debe afrontar lo entramado (el juego infinito de inter-retroacciones), la
solidaridad de los fenómenos entre sí, la bruma, la incertidumbre, la
contradicción. Pero nosotros podemos elaborar algunos de los útiles
conceptuales, algunos de los principios, para esa aventura, y podemos entrever
el aspecto del nuevo paradigma de complejidad que debiera emerger.
Ya he señalado, en tres volúmenes de El
Método, algunos de los útiles conceptuales que podemos utilizar. Así es que,
habría que sustituir al paradigma de disyunción/reducciön/unidimensionalización
por un paradigma de distinción/conjunción que permita distinguir sin
desarticular, asociar sin identificar o reducir. Ese paradigma comportaría un
principio dialógico y tanslógico, que integraría la lógica clásica teniendo en
cuenta sus límites de facto (problemas de contradicciones) y de jure (límites
del formalismo). Llevaría en sí el principio de la Unitas multiplex, que escapa
a la unidad abstracta por lo alto (holismo) y por lo bajo (reduccionismo).
Mi propósito aquí no es el de enumerar los
«mandamientos» del pensamiento complejo que he tratado de desentrañar, sino el
de sensibilizarse a las enormes carencias de nuestro pensamiento, y el de
comprender que un pensamiento mutilante conduce, necesariamente, a acciones
mutilantes. Mi propósito es tomar conciencia de la patología contemporanea del
pensamiento.
La antigua patología del pensamiento daba
una vida independiente a los mitos y a los dioses que creaba. La patología
moderna del espíritu está en la hiper-simplificación que ciega a la complejidad
de lo real. La patología de la idea está en el idealismo, en donde la idea
oculta a la realidad que tiene por misión traducir, y se toma como única
realidad. La enfermedad de la teoría está en el doctrinarismo y en el
dogmatismo, que cierran a la teoría sobre ella misma y la petrifican. La
patología de la razón es la racionalización, que encierra a lo real en un
sistema de ideas coherente, pero parcial y unilateral, y que no sabe que una
parte de lo real es irracionalizable, ni que la racionalidad tiene por misión
dialogar con lo irracionalizable.
Aún somos ciegos al problema de la
complejidad. Las disputas epistemológicas entre Popper, Kuhn, Lakatos,
Feyerabend, etc., lo pasan por alto[1]. Pero esa ceguera es parte de nuestra
barbarie. Tenemos que comprender que estamos siempre en la era bárbara de las
ideas. Estamos siempre en la prehistoria del espíritu humano. Sólo el
pensamiento complejo nos permitiría civilizar nuestro conocimiento.
La complejidad
La idea de complejidad estaba mucho más
diseminada en el vocabulario común que en el científico. Llevaba siempre una
connotación de advertencia al entendimiento, una puesta en guardia contra la
clarificación, la simplificación, la reducción demasiado rápida. De hecho, la
complejidad tenía también delimitado su terreno, pero sin la palabra misma, en
la Filosofía: en un sentido, la dialéctica, y en el terreno lógico, la
dialéctica hegeliana, eran su dominio, porque esa dialéctica introducía la
contradicción y la transformación en el corazón de la identidad.
En ciencia, sin embargo, la complejidad
había surgido sin decir aún su nombre, en el siglo XX, en la micro-física y en
la macro-física. La microfísica abría una relación compleja entre el observador
y lo observado, pero también una noción más que compleja, sorprendente, de la
partícula elemental que se presenta al observador ya sea como onda, ya como
corpúsculo. Pero la microfísica era considerada como caso límite, como
frontera... y se olvidaba que esa frontera conceptual concernía de hecho a
todos los fenómenos materiales, incluidos los de nuestro propio cuerpo y los de
nuestro propio cerebro. La macro-física, a su vez, hacía depender a la
observación del lugar del observador y complejizaba las relaciones entre tiempo
y espacio concebidas, hasta entonces, como esencias transcendentes e
independientes.
Pero esas dos complejidades micro y
macrofísicas eran rechazadas a la periferia de nuestro universo, si bien se
ocupaban de fundamentos de nuestra physis y de caracteres intrínsecos de
nuestro cosmos. Entre ambos, en el dominio físico, biológico, humano, la
ciencia reducía la complejidad fenoménica a un orden simple y a unidades
elementales. Esa simplificación, repitámoslo, habia nutrido al impulso de la
ciencia occidental desde el siglo XVII hasta finales del siglo XIX. En el siglo
XIX y a comienzos del XX, la estadística permitió tratar la interacción, la
interferencia[2]. Se trató de refinar, de trabajar variancia y
covariancia, pero siempre de un modo insuficiente, y siempre dentro de la misma
óptica reduccionista que ignora la realidad del sistema abstrato de donde
surgen los elementos a considerar.
Es con Wiener y Ashby, los fundadores de la
Cibernética, que la complejidad entra verdaderamente en escena en la ciencia.
Es con Neumann que, por primera vez, el carácter fundamental del concepto de
complejidad aparece enlazado con los fenómenos de auto-organización.
¿Qué es la complejidad? A primera vista, es
un fenómeno cuantitativo, una cantidad extrema de interacciones e
interferencias entre un número muy grande de unidades. De hecho, todo sistema
auto-organizador (viviente), hasta el más simple, combina un número muy grande
de unidades, del orden del billón, ya sean moléculas en una célula, células en
un organismo (más de diez billones de células en el cerebro humano, más de
treinta billones en el organismo).
Pero la complejidad no comprende solamente
cantidades de unidades e interacciones que desafían nuestras posibilidades de
cálculo; comprende también incertidumbres, indeterminaciones, fenómenos
aleatorios. En un sentido, la complejidad siempre está relacionada con el azar.
De este modo, la complejidad coincide con
un aspecto de incertidumbre, ya sea en los límites de nuestro entendimiento, ya
sea inscrita en los fenómenos. Pero la complejidad no se reduce a la
incertidumbre, es la incertidumbre en el seno de los sistemas ricamente
organizados. Tiene que ver con los sistemas semi-aleatorios cuyo orden es
inseparable de los azares que lo incluyen. La complejidad está así ligada a una
cierta mezcla de orden y de desorden, mezcla íntima, a diferencia del
orden/desorden estadístico, donde el orden (pobre y estático) reina a nivel de
las grandes poblaciones, y el desorden (pobre, por pura indeterminación) reina
a nivel de las unidades elementales.
Cuando la Cibernética reconoció la
complejidad fue para rodearla, para ponerla entre paréntesis, pero sin negarla:
era el principio de la caja negra (brack-box); se consideraban las entradas en
el sistema (inputs) y las salidas (outputs), lo que permitía estudiar los
resultados del funcionamiento de un sistema, la alimentación que necesita,
relacionar inputs y outputs, sin entrar, sin embargo, en el misterio de la caja
negra.
Pero el problema teórico de la complejidad
es el de la posibilidad de entrar en las cajas negras. Es el de considerar la
complejidad organizacional y la complejidad lógica. En este caso, la dificultad
no está solamente en la renovación de la concepción del objeto, sino que está
en revertir las perspectivas epistemológicas del sujeto, es decir, el
observador científico; lo propiamente científico era, hasta el presente,
eliminar la imprecisión, la ambigüedad, la contradicción. Pero hace falta
aceptar una cierta imprecisión y una imprecisión cierta, no solamente en los
fenómenos, sino también en los conceptos, y uno de los grandes progresos de las
matemáticas de hoy es el de considerar los fuzzy sets, los conjuntos imprecisos
(cf. Abraham Moles, Les sciencies de l'imprecis, Du Seuil, 1990).
Una de las conquistas preliminares en el
estudio del cerebro humano es la de comprender que una de sus superioridades
sobre la computadora es la de poder trabajar con lo insuficiente y lo
impreciso; hace falta, de ahora en más, aceptar una cierta ambigúedad y una
ambigüedad cierta (en la relación sujeto/objeto, orden/desorden,
auto/hetero-organización). Hay que reconocer fenómenos inexplicables, como la
libertad o la creatividad, iniexplicables fuera del campo complejo que permite
su aparición.
Von Neumann ha mostrado el acceso lógico a
la complejidad. Trataremos de recorrerlo, pero no somos los dueños de las
llaves del reino, y es allí donde nuestro viaje permanecerá inacabado. Vamos a
entrever esa lógica, a partir de ciertas características exteriores, vamos a
definir algunos de sus rasgos ignorados, pero no llegaremos a la elaboración de
una nueva lógica, sin saber si ésta está fuera de nuestro alcance
provisoriamente, o para siempre. Pero de lo que sí estamos persuadidos es de
que si bien aparato lógico-matemático actual se «adapta» a ciertos aspectos
verdaderamente complejos. Esto significa que debe desarrollarse y superarse en
dirección a la complejidad. Es allí donde, a pesar de su sentido profundo de la
lógica de la organización biológica, Piaget se detiene a orillas del Rubicón, y
no busca más que acomodar la organización viviente (reducida esencialmente a la
regulación), a la formalización lógico.matemática ya constituida. Nuestra única
ambición será la de pasar el Rubicón y aventurarnos en las nuevas tierras de la
complejidad.
Trataremos de ir, no de lo simple a lo
complejo, sino de la complejidad hacia aún más complejidad. Lo simple,
repitámoslo, no es más que un momento, un aspecto entre muchas complejidades
(microfísica, biológica, psíquica, social). Trataremos de considerar las
líneas, las tendencias de la complejización creciente, lo que nos permitirá,
muy groseramente, determinar los modelos de baja complejidad, mediana
complejidad, alta complejidad, en función de desarrollos de la auto-organización
(autonomía, individualidad, riquezas de relación con el ambiente, aptitudes
para el aprendizaje, inventiva, creatividad, etc.). Pero, finalmente,
llegaremos a considerar, a partir del cerebro humano, los fenómenos
verdaderamente sorprendentes de muy alta complejidad, y a proponer como noción
nueva y capital para considerar el capital para considerar el problema humano,
a la hipercomplejidad.
El paradigma de complejidad
No hace falta creer que la cuestión de la
complejidad se plantea solamente hoy en día, a partir de nuevos desarrollos
científicos. Hace falta ver la complejidad allí donde ella parece estar, por lo
general, ausente, como, por ejemplo, en la vida cotidiana.
La complejidad en ese dominio ha sido
percibida y descrita por la novela del siglo XIX y comienzos del XX. Mientras
que en esa misma época, la ciencia trataba de eliminar todo lo que fuera
individual y singular, para retener nada más que las leyes generales y las
identidades simples y cerradas, mientras expulsaba incluso al tiempo de su
visión del mundo, la novela, por el contrario (Balzac en Francia, Dickens en
Inglaterra) nos mostraba seres singulares en sus contextos y en su tiempo.
Mostraba que la vida cotidiana es, de hecho, una vida en la que cada uno juega
varios roles sociales, de acuerdo a quien sea en soledad, en su trabajo, con
amigos o con desconocidos. Vemos así que cada ser tiene una multiplicidad de
identidades, una multiplicidad de personalidades en sí mismo, un mundo de
fantasmas y de sueños que acompañan su vida. Por ejemplo, el tema del monólogo
interior, tan importante en la obra de Faulkner, era parte de esa complejidad.
Ese inner.speech, esa palabra permanente es revelada por la literatura y por la
novela, del mismo modo que ésta nos reveló también que cada uno se conoce muy
poco a sí mismo: en inglés, se llama a eso self-deception, el engaño de sí
mismo. Sólo conocemos una apariencia del sí mismo; uno se engaña acerca de sí
mismo. Incluso los escritores más sinceros, como Jean-Jacques Rousseau,
Chateaubriand, olvidan siempre, en su esfuerzo por ser sinceros, algo
importante acerca de sí mismos.
La relación ambivalente con los otros, las
verdaderas mutaciones de personalidad como la ocurrida en Dostoievski, el hecho
de que somos llevados por la historia sin saber mucho cómo sucede, del mismo
modo que Fabrice del Longo o el príncipe Andrés, el hecho de que el mismo ser
se transforma a lo largo del tiempo como lo muestran admirablemente A la
recherche du temps perdu y, sobre todo, el final de Temps retrouvé de Proust,
todo ello indica que no es solamente la sociedad la que es compleja, sino
también cada átomo del mundo humano.
Al mismo tiempo, en el siglo XIX, la
ciencia tiene un ideal exactamente opuesto. Ese ideal se afirma en la visión
del mundo de Laplace, a comienzos del siglo XIX. Los científicos, de Descartes
a Newton, tratan de concebir un universo que sea una máquina determinista
perfecta. Pero Newton, como Descartes, tenia necesidad de Dios para explicar
cómo ese mundo perfecto había sido producido. Laplace elimina a Dios. Cuando
Napoleón le pregunta: «¿Pero señor Laplace, qué hace usted con Dios en su
sistema?», Laplace responde: «Señor, yo no necesito esa hipótesis.» Para
Laplace, el mundo es una máquina determinista verdaderamente perfecta, que se
basta a sí misma. El supone que un demonio que poseyera una inteligencia y unos
sentidos casi infinitos podría conocer todo acontecimiento del pasado y todo
acontecimiento del futuro. De hecho, esa concepción, que creía poder
arreglárselas sin Dios, había introducido en su munto los atributos de la
divinidad: la perfección, el orden absoluto, la inmortalidad y la eternidad. Es
ese mundo el que va a desordenarse y luego desintegrarse.
El paradigma de simplicidad
Para comprender el problema de la complejidad,
hay que saber, antes que nada, que hay un paradigma de simplicidad. La palabra
paradigma es empleada a menudo. En nuestra concepción, un paradigma está
constituido por un cierto tipo de relación lógica extremadamente fuerte entre
nociones maestras, nociones clave, principios clave. Esa relación y esos
principios van a gobernar todos los discursos que obedecen, inconscientemente,
a su gobierno.
Así es que el paradigma de simplicidad es
un paradigma que pone orden en el universo, y persigue al desorden. El orden se
reduce a una ley, a un principio. La simplicidad ve a lo uno y ve a lo
múltiple, pero no puede ver que lo Uno puede, al mismo tiempo, ser Múltiple. El
principio de simplcidad o bien separa lo que está ligado (disyunción), o bien
unifica lo que es diverso (reducción).
Tomemos como ejemplo al hombre. El hombre
es un ser evidentemente biológico. Es, al mismo tiempo, un ser evidentemente
cultural, meta-biológico y que vive en universo de lenguaje, de ideas y de
conciencia. Pero, a esas dos realidades, la realidad biológica y la realidad
cultural, el paradigma de simplificación nos obliga ya sea a desunirlas, ya sea
a reducir la más compleja a la menos compleja. Vamos entonces a estudiar al
hombre biológico en el departamento de Biología, como un ser anatómico,
fisiológico, etc., y vamos a estudiar al hombre cultural en los departamentos
de ciencias humanas y sociales. Vamos a estudiar al cerebro como órgano
biológico y vamos a estudiar al espíritu, the mind, como función o realidad
psicológica. Olvidamos que uno no existe sin el otro; más aún, que uno es, al
mismo tiempo, el otro, si bien son tratados con términos y conceptos
diferentes.
Con esa voluntad de simplificación, el
conocimiento cientifíco se daba por misión la de desvelar la simplicidad
escondida detrás de la aparente multiplicidad y el aparente desorden de los
fenómenos. Tal vez sea que, privados de un Dios en que no podían creer más, los
cientificos tenían una necesidad, inconscientemente, de verse reasegurados.
Sabiéndose vivos en un universo materialista, mortal, sin salvación, tenían
necesidad de saber que había algo perfecto y eterno: el universo mismo. Esa
mitología extremadamente poderosa, obsesiva aunque oculta, ha animado al
movimiento de la Física. Hay que reconocer que esa mitología ha sido fecunda
porque la búsqueda de la gran ley del universo ha conducido a descubrimientos
de leyes mayores tales como las de la gravitación, el electromagnetismo, las
interacciones nucleares fuertes y luego, débiles.
Hoy, todavía, los científicos y los físicos
tratan de encontrar la conexión entre esas diferentes leyes, que representaría
una verdadera ley única.
La misma obsesión ha conducido a la
búsqueda del ladrillo elemental con el cual estaba construido el universo.
Hemos, ante todo, creído encontrar la unidad de base en la molécula. El
desarrollo de instrumentos de observación ha revelado que la molécula misma
estaba compuesta de átomos. Luego nos hemos dado cuenta que el átomo era, en sí
mismo, un sistema muy complejo, compuesto de un núcleo y de electrones.
Entonces, la partícula devino la unidad primaria. Luego nos hemos dado cuenta
que las partículas eran, en sí mismas, fenómenos que podían ser divididos
teóricamente en quarks. Y, en el moento en que creíamos haber alcanzado el ladrillo
elemental con el cual nuestro universo estaba construido, ese ladrillo ha
desaparecido en tanto ladrillo. Es una entidad difusa, compleja, que no
llegamos a aislar. La obsesión de la complejidad condujo a la aventura
científica a descubrimientos imposibles de concebir en términos de simplicidad.
Lo que es más, en el siglo XX tuvo lugar
este acontecimiento mayor: la irrupción del desorden en el universo físico. En
efecto, el segundo principio de la Termodinamica, formulado por Carnot y por
Clausius, es, primeramente, un principio de degradación de energía. El primer
principio, que es el principio de la conservación de la energía, se acompaña de
un principio que dice que la energía se degrada bajo la forma de calor. Toda
actividad, todo trabajo, produce calor; dicho de otro modo, toda utilización de
la energía tiende a degradar dicha energía.
Luego nos hemos dado cuenta, con Boltzman,
que eso que llamamos calor, es en realidad, la agitación en desorden de
moléculas y de átomos. Cualquiera puede verificar, al comenzar a calentar un
recipiente con agua, que aparecen vibraciones y que se produce un
arremolinacmiento de moléculas. Algunas vuelan hacia la atmósfera hasta que
todas se dispersan. Efectivamente, llegamos al desorden total. El desorden
está, entonces, en el universo físico, ligado a todo trabajo, a toda
transformación.
La complejidad y la acción
La acción es también una apuesta
Tenemos a veces la impresión de que la
acción simplifica porque, ante una alternativa, decidimos, optamos. El ejemplo
de acción que simplifica todo lo aporta la espada de Alejandro que corta el
nudo gordiano que nadie había sabido desatar con sus manos. Ciertamente, la
acción es una decisión, una elección, per es también una apuesta.
Pero en la noción de apuesta está la
conciencia del riesgo y de la incertidumbre. Toda estrategia, en cualquier
dominio que sea, tiene conciencia de la apuesta, y el pensamiento moderno ha
comprendido que nuestras creencias más fundamentales con objeto de una apuesta.
Eso es lo que nos habia dicho, en el siglo XVII, Blaise Pascal acerca de la fe
religiosa. Nosotros también debemos ser conscientes de nuestras apuestas
filosóficas o políticas.
La acción es estrategia. La palabra
estrategia no designa a un programa predeterminado que baste para aplicar ne
variatur en el tiempo. La estrategia permite, a partir de una decisión inicial,
imaginar un cierto número de escenarios para la acción, escenacios que podrán
ser modificados según las informaciones que nos llegen en el curso de la acción
y según los elementos aleatorios que sobrevendrán y perturbarán la acción.
La estrategia lucha contra el azar y busca
a la información. Un ejército envía exploradores, espías, para infornarse, es
decir, para eliminar la incertidumbre al máximo, Más aún, la estrategia no se
limita a luchar contra el azar, trata también de utilizarlo. Así fue que el
genio de Napoleón en Austerlitz fue el de utilizar el azar metereológico, que
ubicó una capa de brumas sobre los pantanos, considerados imposibles para el
avance de los soldados. Él construyó su estrategia en función de esa bruma y
tomar por sorpresa, por su flanco más desguarnecido, al ejército de los
imperios.
La estrategia saca ventaja del azar y,
cuando se trata de estrategia con respecto a otro jugador, la buena estrategia
utiliza los errores del adversario. En el fútbol, la estrategia consiste en
utilizar las pelotas que el equipo adversario entrega involuntariamente. La
construcción del juego se hace mediante la deconstrucción del juego del
adversario y, finalmente, la mejor estrategia -si se beneficia con alguna
suerte- gana. El azar no es solamente el factor negativo a reducir en el
dominio de la estrategia. Es también la suerte a ser aprovechada.
El problema de la acción debe también
hacernos conscientes de las derivas y las bifurcaciones: situaciones iniciales
muy vecinas pueden conducir a desvíos irremediables. Así fue que, cuando Martín
Lutero inició su movimiento, pensaba estar de acuerdo con la Iglesia, y que
quería simplemente reformar los abusos cometidos por el papado en Alemania.
Luego, a partir del momento en que debe ya sea renunciar, ya sea continuar,
franquea un umbral y, de reformador, se vuelve contestatario. Una deriva
implacable lo lleva -eso es lo que pasa en todo desvío- y lleva a la declaración
de guerra, a las tesis de Wittemberg (1517).
El dominio de la acción es muy aleatorio,
muy incierto. Nos impone una conciencia muy aguda de los elementos aleatorios,
las derivas, las bifurcaciones, y nos impone la reflexión sobre la complejidad misma.
La acción escapa a nuestras intenciones
Aquí interviene la noción de ecología de la
acción. En el momento en que un individuo emprende una acción, cualesquiera que
fuere, ésta comienza a escapar a sus intenciones. Esa acción entra en un universo
de interacciones y es finalmente el ambiente el que toma posesión, en un
sentido que puede volverse contrario a la intención inicial. A menudo, la
acción se volverá como un boomerang sobre nuestras cabezas. Esto nos obliga a
seguir la acción, a tratar de corregirla -si todavía hay tiempo- y tal vez a
torpedearla, como hacen los responsables de la NASA que, si un misil se desvía
de su trayectoria, le envían otro misil para hacerlo explotar.
La acción supone complejidad, es decir,
elementos aleatorios, azar, iniciativa, decisión, conciencia de las derivas y
de las transformaciones. La palabra estrategia se opone a la palabra programa.
Para las secuencias que se sitúan en un ambiente estable, conviene utilizar
programas. El programa no obliga a estar vigilante. No obliga a innovar. Así es
que cuando nosotros nos sentamos al volante de nuestro coche, una parte de
nuestra conducta está programada. Si surge un embotellamiento inesperado, hace
falta decidir si hay que cambiar el itinerario o no, si hay que violar el
código: hace falta hacer uso de estrategias.
Es por eso que tenemos que utilizar
múltiples fragmentos de acción programada para poder concentrarnos sobre lo que
es importante, la estrategia con los elementos aleatorios.
No hay un dominio de la complejidad que
incluya el pensamiento, la reflexión, por una parte, y el dominio de las cosas
simples que incluiría la acción, por la otra. La acción es el reino de lo
concreto y, tal vez, parcial de la complejidad.
La acción puede, ciertamente, bastarse con
la estrategia inmediata que depende de las intuiciones, de las dotes personales
del estratega. Le sería también útil beneficiarse de un pensamiento de la
complejidad. Pero el pensamiento de la complejidad es, desde el comienzo, un
desafío.
Una visión simplificada lineal resulta
fácilmente mutilante. Por ejemplo, la poítica del petróleo crudo tenía en
cuenta únicamente al factor precio sin considerar el agotamiento de los
recursos, la tendencia a la independencia de los países poseedores de esos
recursos, los inconvenientes políticos. Los políticos habían descartado a la
Historia, la Geografía, la Sociología, la política, la religión, la mitología,
de sus análisis. Esas disciplinas se tomaron venganza.
La máquina no trivial
Los seres humanos, la sociedad, la empresa,
son máquinas no triviales: es trivial una máquina de la que, cuando conocemos
todos sus inputs, conocemos todos sus outputs; podemos predecir su
comportamiento desde el momento que sabemos todo lo que entra en la máquina. De
cierto modo, nosotros somos también máquinas triviales, de las cuales se puede,
con amplitud, predecir los comportamientos.
En efecto, la vida social exige que nos
comportemos como máquinas triviales. Es cierto que nosotros no actuamos como
puros autómatas, buscamos medios no triviales desde el momento que constatamos
que no podemos llegar a nuestras metas. Lo importante, es lo que sucede en
momentos de crisis, en momentos de decisión, en los que la máquina se vuelve no
trivial: actua de una manera que no podemos predecir. Todo lo que concierne al
surgimiento de lo nuevo es no trivial y no puede ser predicho por anticipado.
Así es que, cuando los estudiantes chinos están en la calle por millares, la
China se vuelve una máquina no trivial... ¡En 1987-89, en la Unión Sovietica,
Gorbachov se condujo como una máquina no trivial! Todo lo que sucedió en la
historia, en especial en situaciones de crisis, son acontecimientos no
triviales que no pueden ser predichos por anticipado. Juana de Arco, que oye
voces y decide ir buscar al rey de Francia, tiene un comportamiento no trivial.
Todo lo que va a suceder de importante en la política francesa o mundial
surgirá de lo inesperado.
Nuestras sociedades son máquinas no
triviales en el sentido, también, de que conocen, sin cesar, crisis políticas,
económicas y sociales. Toda crisis es un incremento de las incertidumbres. La
predictibilidad disminuye. Los desórdenes se vuelven amenazadores. Los
antagonismos inhiben a las complementariedades, los conflictos virtuales se
actualizan. Las regulaciones fallan o se desarticulan. Es necesario abandonar
los programas, hay que inventar estrategias para salir de la crisis. Es
necesario, a menudo, abandonar las soluciones que solucionaban las viejas
crisis y elaborar soluciones novedosas.
Prepararse para lo inesperado
La complejidad no es una receta para
conocer lo inesperado. Pero nos vuelve prudentes, atentos, no nos deja
dormirnos en la mecánica aparente y la trivialidad aparente de los
determinismos. Ella nos muestra que no debemos encerrarnos en el
contemporaneísmo, es decir, en la creencia de que lo que sucede ahora va a
continuar indefinidamente. Debemos saber que todo lo importante que sucede en
la historia mundial o en nuestra vida es totalmente inesperado, porque
continuamos actuando como si nada inesperado debiera suceder nunca. Sacudir esa
pereza del espíritu es una lección que nos da el pensamiento complejo.
El pensamiento complejo no rechaza, de
ninguna manera, a la claridad, el orden, el determinismo. Pero los sabe
insuficientes, sabe que no podemos programar el descubrimiento, el
conocimiento, ni la acción.
La complejidad necesita una estrategia. Es
cierto que, los segmentos programados en secuencias en las que no interviene lo
aleatorio, son útiles o necesarios. En situaciones normales, la conducción
automática es posible, pero la estrategia se impone siempre que sobreviene lo
inesperado o lo incierto, es decir, desde que aparece un problema importante.
El pensamiento simple resuelve los
problemas simples sin problemas de pensamiento. El pensamiento complejo no
resuelve, en sí mismo, los problemas, pero consituye una ayuda para la
estrategia que puede resolverlos. Él nos dice: «Ayúdate, el pensamiento
complejo te ayudará.»
Lo que el pensamiento complejo puede hacer,
es darle a cada uno una señal, una ayuda memoria, que le recuerde: «No olvides
que la realidad es cambiante, no olvides que lo nuevo puede surgir y, de todos
modos, va a surgir.»
La complejidad se sitúa en un punto de
partida para una acción más rica, menos mutilante. Yo creo profundamente que
cuanto menos mutilante sea un pensamiento, menos mutilará a los humanos. Hay
que recordar las ruinas que las visiones simplificantes han producido, no
solamente en el mundo intelectual, sino también en la vida. Suficientes
sufrimientos aquejaron a millones de seres como resultado de los efectos del
pensamiento parcial y unidimensional.
[1] Sin embargo, Bachelard,
el filósofo de las ciencias, había descubierto que lo simple no existe: sólo
existe lo simplificado. La ciencia construye su objeto extrayendolo de su
ambiente complejo para ponerlo en situaciones experimentales no complejas. La
ciencia no es el estudio del universo simple, es una simplificación heurística
necesaria para extraer ciertas propiedades, ver ciertas leyes.
George
Lukacs, el filósofo marxista, decía en su vejez, criticando su propia visión
dogmática: «Lo complejo debe ser concebido como elemento primario existente. De
donde resulta que hace falta examinar lo complejo de entrada en tanto complejo
y pasar luego de lo complejo a sus elementos y procesos elementales.»
[2] El único ideal era el
de aislar las variables en juego en la interacciones permanentes en un sistema,
pero nunca el de considerar con precisión las interacciones permanentes del
sistema. Así, paradojicamente, los estudios ingenuos, en la superfície de los
fenómenos, eran mucho más complejos, es decir, en última instancia,
«cientificos», que los pretenciosos estudios cuantitativos sobre estadísticas
inmensas, guiadas por pilotos de poco cerebro. Así lo eran, digo con falta de
modestia, mis estudios fenoménicos que intentaban aprehender la complejidad de
una transformación social multidimensional en una comunidad de Bretaña o, los
estudios en vivo del florecimiento de los acontecimientos de Mayo del 68. Yo no
tenía por método nada más que tratar de aclarar los múltiples aspectos de los
fenómenos, e intentar aprehender las relaciones cambiantes. Relacionar,
relacionar siempre, era un método más rico, incluso a nivel teórico, que las
teorias blindadas, guarnecidas epistemológica y lógicamente, metodológicamente
aptas para afrontar lo que fuere salvo, evidentemente, la complejidad de lo
real.
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